Carlos del Pozo

La vida en una página

Ruido y furia

no insultos

Mucho se ha hablado de racismo y xenofobia las últimas semanas a cuenta de todo el affaire Vinicius y los insultos del público de Mestalla hacia el delantero madridista. Más bien diría que ya se ha dicho todo al respecto: bueno, malo, peor y mejor. Se ha discutido en todos los foros si en España hay racismo, si España es un país racista, si son casos preocupantes pero aislados, en fin, y uno creo que tiene poco que añadir. El presidente de la federación Española de Fútbol ha reconocido que con el racismo en el fútbol tenemos un problema. Y lo dice él, que como todos saben tiene más de un problema. Pero yo no quería opinar ni pontificar sobre tan controvertida cuestión, sino reflexionar sobre algo que no resulta tan ajeno a todo esto y que, sin embargo, sufrimos desde mucho antes de que comenzaran los primeros casos de racismo en nuestro fútbol.
Durante ocho años estuve cada fin de semana acompañando a mi hijo a jugar con su equipo de fútbol por diferentes campos de la provincia de Barcelona. Incluso durante una temporada me tocó ser el delegado del equipo, esto es, el que entre otras cosas entrega las fichas federativas al árbitro, acarrea las botellas de agua para los chavales y se cuida del botiquín. Durante esos años pude constatar que los estadios de fútbol son lugares que en no pocas ocasiones se ven gobernados por el insulto, el odio y el menosprecio hacia los seres humanos. Y eso que, pese a competir en esas ligas muchachos de todas las razas -excepto los chinos, que no sé por qué no quieren integrarse en nuestra sociedad-, nunca escuché un insulto racista o xenófobo. Pero sí de otras clases.
Los primeros damnificados en estos casos eran los árbitros. Lo que se les puede insultar durante un partido no cabe en el universo mundo. También se les llama tontos, se dice que no tienen ni idea de fútbol o que están ciegos. Ya no digamos cuando el árbitro es una mujer: antes de hacer sonar su silbato al comienzo del partido comienzan las mofas, burlas y desdenes, sin saber siquiera si la pobre va a cumplir correctamente con su cometido o no. Recuerdo un partido en que un padre -un energúmeno en realidad- retó al árbitro a que subiera a la grada si tenía cojones, y el árbitro recogió el guante. El energúmeno, un tipo chupado y chaparrete, tuvo suerte de que otros padres lo protegieron, porque si no, el árbitro -1’90 de altura y un tipo corpulento- lo hubiese liquidado in situ.
Recuerdo también padres que se dedicaban a vejar y hasta insultar a sus propios hijos. Uno de ellos, animándole a zancadillear a su rival le decía: Fulano, eres una maricona, no sabes meter la pierna. En algunos casos esas admoniciones tenían su efecto, y al chaval de turno se le iba la mano -o, mejor dicho, el pie-, y acababa expulsado. Aunque también había quienes defendían a sus hijos hasta lo indefendible, y así, el padre del portero suplente de nuestro equipo, un chico al que Dios no había llamado por el camino de la portería y que no se movía nunca cuando se le venía un rival encima, en un partido en que nos metieron catorce goles, básicamente por culpa de su hijo, cuando acabó el partido exclamó: Hay que ver estos contrarios, son unos cracs, las meten todas.
Estoy hablando de hace muchos años, y ni la educación ni las campañas de concienciación y tolerancia han logrado extirpar de los estadios la dictadura de los energúmenos. Por eso no me extraña que ahora, con el avance del racismo y la xenofobia en nuestros campos, hayamos ascendido peligrosamente un par de peldaños más hacia el reino de la ignominia y el desprecio al prójimo. Una verdadera pena.