Carlos del Pozo

La vida en una página

La otra movida

Pasted Graphic 11

Nos llegaban entonces noticias de una serie de pubs y locales musicales que con el tiempo se harían míticos: el Pentagrama, Rock-Ola, El Sol, El Escalón, Sala Astoria. Allí actuaban los grupos que por entonces despuntaban, o sea, Alaska, Radio Futura, Loquillo, y el que para mí es el mejor triunvirato del pop español de la época: Nacha Pop, Mamá y Los Secretos. Pero nosotros, por razones de edad, apenas salíamos del barrio -lo más lejos que íbamos era a Moncloa, en el mítico autobús 83-, así que no nos enteramos de la magnífica movida que glosaban las revistas musicales y aquellos programas de radio de la Frecuencia Modulada menos comercial.
Y es que en el barrio no había ni un pub ni un bar musical donde poder escuchar aquellos discos. El barrio era un barrio muerto, donde lo más dinámico que había era un local del partido Alianza Popular cuyos cristales aparecían día sí y día también destrozados por los vándalos de turno. El resto, ya digo, era inmutable. Había tres bares casi siempre vacíos y una bodega en la plaza de los billares donde te podías tomar un quinto de cerveza acodado en la barra, pero poco más.
Un buen día se anunció la apertura de un bar musical. Se llamaría Skinny-Jim -tal vez porque hacía esquina, no lo sé- y estaba situado en uno de los bloques de abajo, los más cercanos a lo que con el tiempo sería la Avenida de la Ilustración, en una manzana donde sólo había locales comerciales, justo encima de la apedreada sede de Alianza Popular. Con cierta fruición fuimos a visitarlo una tarde y comprobamos el alto nivel de decibelios que desprendían los altavoces del sistema estereofónico. No estaba mal, la verdad, aunque resultaba algo caro. Con el tiempo fue cogiendo mala fama, sobre todo por su costumbre de cerrar a altas horas de la madrugada. Hubo protestas vecinales que en nada ayudaron a la consolidación del negocio, y muchos adolescentes dejaron de acudir allí porque sus padres habían oído que en su interior, cielos, se podía comerciar con droga. Algo que no dio tiempo ni a comprobar ya que el local fue clausurado semanas después. La gota que colmó el vaso de la paciencia de la autoridad competente sería una actuación de Los Trastos, grupo de Fuencarral, durante cuyo transcurso y en plena efervescencia alcohólica y quién sabe si algo más de los asistentes, el grupo musical decidió sacar a la calle sus bafles e instrumentos musicales y armar la de Dios es Cristo a cielo abierto. No se sabe si, a la vieja usanza del Mayo del 68, pretendían encontrar playas bajo el asfalto, porque lo que se encontrarían sería a varias patrullas de la policía que restauraron de inmediato el orden, practicando algunas detenciones.
Prácticamente por las misma fechas y a escasos cien metros del Skinny-Jim, abrió sus puertas un pub musical llamado Triana, nada que ver con aquél. El Triana era un local algo oscuro pero delicioso donde sonaba buena música a una altura admisible y en donde era posible practicar el noble arte de la conversación. Lo llevaba un tipo llamado Juan, que físicamente estaba entre Steve McQueen y Lluís Llach, muy educado, tímido y sobre todo discreto. Nunca le vi salirse de su papel, siempre atendiendo con una exquisita corrección a los clientes, acompañando las cervezas y cubalibres de unas almendritas saladas deliciosas. Buen tipo este Juan.

El Triana era, sobre todo, un local familiar. Allí acudían los padres con sus hijos, las pandillas de amigos, las parejas en consolidación y algún que otro solitario. Puede decirse que la nómina de habituales no solía cambiar. Allí llevé yo a todos mis proyectos de novias porque era un sitio tranquilo y discreto donde podían perpetrarse las primeras manitas y donde las chicas estaban realmente a gusto, o eso decían. No sé si todavía existe, ya que no piso el barrio desde hace más de diez años, pero siempre lo recuerdo con agrado, como a una de esas cosas que a uno le aderezan la biografía, con el sabor de aquellas almendritas saladas bañadas en cerveza que son metáfora de algunos de los más felices tiempos que uno recuerda pero que, al mismo tiempo desea que no se repitan.