Carlos del Pozo

La vida en una página

Los últimos trenes

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Más de una vez se ha explicado en este rincón que uno va cada día desde hace veinte años a Barcelona tomando el legendario tren de la costa, el más antiguo de España. Generalmente esos dos viajes diarios los perpetro a la misma hora: a las seis y media o siete de la mañana el de ida y a las tres de la tarde el de regreso. Las caras de los compañeros de trayecto van cambiando con los años, pero hay muchos que son los mismos desde hace tiempo. El paisaje, con el mar a un lado y la montaña al otro, muda su faz dependiendo de la estación del año, aunque manteniendo ciertas constantes vitales. El ánimo de la tropa suele resultar bastante similar: aliento y ánimos contenidos a la ida, en tanto que cansancio y profundo hastío a la hora del retorno, unos momentos en los que tan sólo se toman su cometido con arrojo los mendigos que dejan sobre los asientos un paquete de pañuelos de papel con una tarjeta explicando su desdicha y los músicos que nos castigan los oídos con alguna pieza musical maltratada. 
    El otro día regresé por la noche desde Barcelona por culpa de una entrega de premios en el Ayuntamiento y pude ver un panorama bien distinto al que veo cada día en el tren. Por un momento llegué a pensar que no iba verdaderamente en el tren, o bien que el medio de transporte que me acerca cada día de mi casa a Barcelona no es en verdad un tren y aquello de la noche sí lo era. Los pasajeros exhibían caras de derrota, como si estuvieran desalojados de la vida. Me imagino que la diferencia entre alguien que estudia o trabaja por la mañana y quienes lo hacen por la tarde es que a aquellos les acompaña el impagable destello de la luz del día, en tanto que a éstos les envuelve el crepúsculo de la jornada, que de paso les convierte en seres decrecientes. Incluso el paisaje que se contempla al otro lado de la ventanilla es diferente. Bueno, en verdad de noche no se contempla mucho por no decir que nada pues, salvo algunas luces aisladas, lo que uno recibe por la vista es un gran decorado lóbrego y sombrío. Incluso los mendigos obran de muy distinta manera, y así, mientras los matutinos te dejan los pañuelos y la tarjeta sin decir nada, el mendigo que me tocó la otra noche a la vuelta se lió con una historia poco compacta según la cual necesitaba dinero para dormir esa noche en una pensión con sus hijos porque una señora a la que había esperado sin suerte toda la tarde le debía quince euros y no se presentó a la cita. Después rompió a llorar como un niño y a uno le dio cierta cosa pensar que estaba sobreactuando. Nadie le dio un céntimo y se bajó en una de las estaciones del Maresme entre sollozos.
    Decía el poeta chileno Vicente Huidobro que la noche es el sombrero de todos los días. Y pienso yo: qué hermosos son los días cuando despuntan, cuando ganan en luz y color, pero también qué tristes cuando se nos escurren entre las manos como un ciego que no puede ver.