Carlos del Pozo

La vida en una página

La magia de un viaje

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Hace más de veinte años que viajo cada día a mi trabajo en ese tren del Maresme que es el más antiguo de España. Esos viajes dan para bastantes cosas: leer buenos y no tan buenos libros, dormir un poco, observar el azul del mar a través de las ventanillas del vagón, y hasta escuchar las conversaciones de los compañeros de viaje; por cierto, no siempre reconfortantes aunque a menudo bastante insólitas. Dan para tanto esos traslados cotidianos que hace años uno hasta escribió un libro de viajes a cuenta de los mismos. Pero muchos de esos tránsitos, dígase ya, son anodinos y aburridos, perfectamente dignos de olvidar. Sin embargo hay algunos, puede que unos pocos tan solo, en los que de súbito la magia asoma, y es ahí cuando se sustituye el tedio por un asombro inexplicable.
           Iba uno el otro día, ya digo, a lomos de ese tren del Maresme camino de Barcelona, cuando sucedió un hecho extraordinario. Subí, como cada día hace tiempo, en la estación de Arenys de Mar, y para encontrar acomodo hube de sortear a una docena de jóvenes adolescentes que ocupaban el suelo del vagón con sus mochilas a los hombros. Eran guapas y hermosas, y tendrían todas ellas la edad de mi hija, recién ingresada en la mayoría de edad. A los pocos minutos de sentarme, cuando ya casi ni las recordaba, escuché unas voces que comenzaban a enhebrar una melodía. Y en esto que llegó el prodigio.
           Cantaban unas piezas hermosísimas en inglés, como esas viejas canciones de las campiñas irlandesas que recuerdan verdes praderas y avezados granjeros, y lo hacían con un rigor y una conjunción ciertamente inigualables. Había segundas y terceras voces que acompañaban a las primeras, otras que se enlazaban entre sí, y unos coros, en fin, que ofrecían el eco del resuello que les precedía. Por unos momentos la gente cesó desde sus asientos en sus conversaciones banales por el móvil, y todos nos conjuramos para escucharlas en silencio y con cierta sumisión. Cuando acababan su canción la gente no aplaudía y se cernía sobre todos un respetuoso silencio que prologaba, al cabo de pocos segundos, una nueva pieza. Es frecuente en estos viajes que te asalte un zíngaro tocando el acordeón o un pakistaní con su trompeta, y que al final de sus ejecuciones pasen la gorra para recaudar su trabajo, y ello pese a que nadie de nosotros hayamos requerido de su arte. Ellas no, ellas dejaban sus canciones por sobre el oleaje del vagón, y entre canción y canción hablaban de sus asuntos.
           Acabaron su improvisado concierto con Stand by me, la única canción de todas las que perpetraron que yo conocía. Fue particularmente emocionante porque se dividieron en el afán a tres voces y el resultado fue espectacular. Cuando llegamos a Barcelona dejé mi asiento en busca de la puerta de salida y las hube de sortear de nuevo. Las vi con mayor detalle. Eran insultantemente jóvenes, lucían rostros rebosando vida, e intuí que tenían todo el porvenir por delante. Me dieron ganas de dar un beso a cada una de ellas y agradecerles así el buen rato que nos habían hecho pasar. Y entonces pensé que ya solo había valido la pena haber amanecido ese día por el impagable regalo de escuchar sus voces, de predecir sus destinos y, sobre todo, de vaticinar que en adelante se convertirían en seres felices que harían más felices a quienes orillaran sus vidas.