Carlos del Pozo

La vida en una página

El poder de la ficción

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En sus últimas cinco ediciones, el Premio Cervantes -el más importante de las letras hispánicas- había galardonado tan solo a poetas. Puede que fuese ya el momento de la ficción, de la narración y la fábula, y eso sin querer desdeñar la poesía, género sin parangón donde los haya. Por eso la concesión del último Cervantes a Luis Mateo Díez, el escritor leonés, constituye un hecho no solo oportuno sino extraordinariamente justo.
Díez es poseedor de un mundo propio que se asienta en un territorio mítico, Celama, enclavado en un valle leonés a pocos kilómetros de Asturias. Allí se desarrollan la mayor parte de sus obras, tejidas todas ellas con la urdimbre de la tradición oral marcada por el filandón, esas reuniones nocturnas en torno a la chimenea donde se contaban leyendas y cuentos y que marcaron la infancia del autor y forjaron su vocación literaria. Es difícil encontrar una sola obra de Díez en donde la huella de la tradición oral y el valor de la palabra contada esté ausente.
De su obra siempre se destaca El reino de Celama, trilogía donde culmina el homenaje que su autor tributa a ese territorio mítico, y también sus novelas más celebradas, desde La fuente de la edad -que le da a conocer al gran público con la concesión del Premio Nacional y el Premio de la Crítica- hasta Camino de perdición, pasando por Las estaciones provinciales, El expediente del náufrago o La gloria de los niños. También sus Fábulas del sentimiento, una docena de novelas cortas que su autor publicó en tres volúmenes durante una década y que son un homenaje a un género minusvalorado y que el autor leonés admira hasta tal punto de que una vez dijo que La muerte de Ivan Illich, de Tostoi, era superior a su Anna Karenina.
Sin embargo, a mí me gustan especialmente sus libros menores, los menos conocidos y difundidos. Por ejemplo, Las palabras de la vida, a medio camino entre el ensayo y la fábula, y en donde ensalza el valor de la palabra, sobre todo la percutida oralmente. O Días del desván, en el que crea un microcosmos lleno de secretos y descubrimientos en esa edad tan remota y difícil de descifrar que es la infancia. También me gusta mucho Balcón de piedra, elogio austero de la Plaza Mayor de Madrid y de su Balcón de Panadería, donde el autor trabajó como funcionario del Ayuntamiento de Madrid durante tres décadas. Y como curiosidad, un relato llamado La ballena y el balón en el que dos adolescentes a finales de los cincuenta del siglo pasado sueñan con ser los primeros jugadores del Valle leonés en debutar con el Real Madrid. Al cabo de cuarenta años cumplen su sueño cuando Valdo, jugador nacido en el Valle e hijo de caboverdianos llegados a la provincia para trabajar en las minas de carbón, debuta con el primer equipo de Chamartín. Entonces nace La flecha del Valle.
Tuve la suerte de conocer a Luis Mateo Díez hace algunos años. Ejerció como Presidente del jurado que me otorgó el Premio Internacional de Novela Encina de Plata. Me sorprendió su sencillez, su sabiduría y cómo lograba hacer de la conversación un puro deleite solo comparable a la lectura de sus textos, con su rotunda vocalización, su perfecto hallazgo de las palabras y también un muy destacable sentido del humor. Tuve también la suerte de que prologara mi novela, que se titulaba Mudanzas y despedidas. Desde entonces he ido presumiendo por ahí de que me hiciera un prólogo un miembro de la Real Academia de la Lengua.
A partir de ahora me imagino que podré presumir un poco más.

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