El día que murió Franco

En realidad, fue una madrugada. Los recuerdos de ello, al menos en mi caso, son borrosos, como decía un amigo francés de la familia cuando se le preguntaba si recordaba este o aquél monumento de la Barcelona que visitó cuando era un niño. Yo tenía aquel 20 de noviembre de 1975 doce años, cursaba séptimo de primaria en un colegio de Padres Agustinos y Franco era un tipo que me causaba más miedo que admiración porque los numerosos chistes que corrían sobre él no se podían contar en público, y si se hacía en el círculo familiar había que explicarlos en tono muy bajo. Admiración ya digo que ninguna, pese a que todo el mundo decía que era un gran pescador y un gran inaugurador de pantanos, esto último una cosa muy buena para la economía y el país en general.
Fue, ya digo, de madrugada, cuando mi madre nos reunió a mi hermano Javier y a mí en la cocina. Mi padre ya no estaba, debía de haber salido para ir a trabajar a su querida Fiat Hispania; madrugaba mucho y no faltaba nunca a su trabajo, cayesen chuzos de punta o tuviese fiebre, conque mucho menos le haría faltar a sus obligaciones laborales el hecho de que se hubiese muerto el dictador. Mi madre estaba enfundada en una de sus batas de estampados florales, pues era invierno, y la luz de nuestra pequeña cocina de la calle Ponferrada del Barrio del Pilar me pareció más mortecina que nunca. Mi hermana acababa de cumplir un año y debía estar en su cunita, así que nos dijo a Javi y a mí: Hijos, Franco se ha muerto. Horas después vimos por la televisión a ese gran actor que era Carlos Arias Navarro diciendo lo de Franco ha muerto entre lágrimas, y años después en la gran pantalla a Santiago Segura en el papel de Torrente repetir la misma frase tras la muerte de su perro. Su perro se llamaba Franco.
Mi madre nos mandó a la cama y dijo que no habría colegio en los próximos días. Para mí, por lo inesperado, fue un gran mazazo y una noticia terrible. Comencé a llorar, más tímidamente, eso sí, que Arias Navarro, que como yo, se llamaba Carlos. Y es que al día siguiente yo tenía el partido de fútbol más importante de mi vida.
Durante el curso se celebraba una liguilla entre los tres últimos cursos de séptimo, los denominados E, F y G. El nuestro era el F. Cada clase tenía dos equipos de fútbol, el de los buenos y el de los menos buenos. Cachalotes y Trotamundos se llamaban esos equipos. Yo pertenecía a los Trotamundos, el de los menos buenos o los malos, según gustos. Éramos una selección de sobreros, como en los toros. La víspera de la muerte de Franco, mi tutor -a la sazón entrenador de ambos equipos- me dijo muy solemne:
- Manzanares, mañana serás titular con los Cachalotes contra los Bucaneros.
En ese colegio se me conocía por el segundo apellido, algo que con el tiempo se puso de moda en política: Zapatero, Cospedal, Ayuso o Feijoo son algunos ejemplos.
El compañero que jugaba de lateral derecho en los Cachalotes había sufrido un ataque de apendicitis teniendo que ser hospitalizado. Yo era su recambio en la élite del fútbol de la clase.
Pero ese partido jamás lo jugaría. Se suspendieron todos los partidos hasta después de las Navidades y en enero mi compañero ya estaba repuesto de su apendicitis.
El día que se murió Franco fue para mí un día especialmente triste. Muy triste. Tristísimo. Casi me dan ganas de volver a llorar. Como Arias Navarro y Torrente.