Los cangrejos de mi padre
Veía el otro día un documental de esos que presenta el chef argentino Gonzalo D’Ambrosio. El tipo, en toda la serie, aborda un ámbito geográfico y explora las costumbres y productos de la tierra que en el mismo se pueden encontrar para rematarlos con un plato que cocina al final del programa utilizando esos ingredientes. El del otro día estaba dedicado a la provincia de Palencia.
En uno de los momentos del programa se hablaba de los cangrejos de río y su pesca por los lugareños. Se criticaba la llegada a partir de cierto momento a los ríos castellanos del cangrejo americano, especie colonizadora que amenaza al autóctono, el blanco, más gustoso al paladar. Y entonces recordé a mi padre.
Mi padre, en los años que vivió en Osorno, fue un avezado pescador de cangrejos. Ayudado por su padre, sus tíos y sus hermanos, la de la pesca del cangrejo era una afición muy apta para desarrollar en aquellos lindes; no en vano Osorno está bañado por tres ríos: el Valdivia -también llamado Abánades-, el Boedo y el Vallarna. Pero yo seguramente no recordaría todo esto de no ser porque lo ligo con una graciosa anécdota que mi padre solía contar muy a menudo.
Salió una mañana de pesca en compañía de uno sus hermanos mayores, Gonzalo, a la sazón mi padrino, y con su cuñado Rafael, el marido de su hermana Gloria. Mi padre debía tener diez años entonces. Obtuvieron un buen botín y al regresar a casa decidieron dar cumplida cuenta de los tesoros capturados. Mi padre, en un gesto que yo le vi hacer muchas veces con las aceitunas o los huesos del pollo, fue sacando las cáscaras del cangrejo y alineándolas en uno de los bordes del plato, dejando los trozos de carne del crustáceo también perfectamente alineados en el otro borde. Cuando ya había pelado todos los cangrejos de su plato y amontonado el comestible, su cuñado Rafael se abalanzó sobre el plato, cogió a puñados la carne obviando las cáscaras y se comió el preciado manjar.
Mi hermano Javier recuerda de la anécdota que nuestro padre montó en cólera y hasta blasfemó, cosa que a mí me extraña mucho en una persona a la que jamás le escuché decir una palabrota. También andaba por ahí mi tío Gonzalo, a quien mi hermano no sabe si le era atribuible algún tipo de participación en el delito.
Rafael y Gloria emigraron tiempo después a Brasil. Se instalaron en Sao Paulo con sus tres hijos menores. Yo siempre que mi padre contaba la anécdota me preguntaba cómo sería y cómo hablaría el tío Rafael, porque desde que partieron a Brasil no habían vuelto a España. Lo hicieron muchos años después, con motivo de los Mundiales de fútbol que en 1982 se celebraron en nuestro país. Me imagino que el abaratamiento de los vuelos lo hizo posible.
Y entonces fue cuando conocí al tío Rafael. Era un tipo encantador, con una sonrisa cómplice y sincera y una modulación de voz, con evidente acento brasileño, que me recordaba a Roberto Carlos cantando Lady Laura. Lo primero que hice nada más conocerle fue preguntarle por la anécdota de los cangrejos. Se le iluminó la cara, blandió una sonrisa muy piadosa y en voz baja me dijo: Creo que no obré bien. Y espero que tu padre me haya perdonado.
Y a continuación volvió a esbozar su proverbial sonrisa.