Manuel Vicent se despide de todos ustedes
Comencé a leer a Manuel Vicent siendo menor de edad. Yo tenía doce años cuando comenzó a editarse El País, el periódico al que, con sus luces y sombras, he sido fiel en el último medio siglo. Vicent formaba parte de mi peculiar santísima trinidad -los otros dos eran Umbral y Rosa Montero-, y el goce con la lectura de sus artículos y reportajes resultaba absoluto; eso sí, siempre que pudiera permitirme el lujo de comprar el diario. Más adelante, cuando comprar ese periódico ya no era un lujo para mí, sino una necesidad fácilmente financiable, leí todas sus colaboraciones y fui comprando todos los libros que las recopilaban, casi todos publicados en Alfaguara, que ha sido su editorial de cabecera.
Lo mejor de Manuel Vicent es la aguda perspicacia con que capta el latido cotidiano. Personas, olores, sabores y sensaciones se entremezclan ayudados por una prosa hermosísima, a caballo entre la poesía y la pintura. Todo ello aderezado con el inequívoco toque mediterráneo que sazona el grueso de sus composiciones. Entre sus novelas hay que destacar la trilogía de sus diferentes edades, compuesta por Contra paraíso, Tranvía a la Malvarrosa y Jardín de Villa Valeria, narraciones que, respectivamente, se corresponden con su infancia, adolescencia y primera madurez. Del resto de su obra me quedo con las recopilaciones de crónicas y artículos. Ulises tierra adentro, por ejemplo, es un reportaje publicado hace cuarenta años con motivo de la entrada de España en el entonces Mercado Común europeo. Es un fresco de los diez países que formaban entonces aquella unión. Yo lo he releído hace poco y sigue estando vigente esa prosa bellísima y ese cincel certero que desmenuza las almas diversas de esas naciones y las gentes que las pueblan, en aquella época tan ajenos y extraños para los españoles, y hoy, con matices, bastante más cercanos.
Ahora, a sus ochenta y ocho años, Vicent nos entrega Una historia particular, un repaso breve pero sutil de su biografía y de la biografía de España en los últimos ochenta años. Sus estudios de Derecho y su juventud en tierras valencianas, su llegada a Madrid colaborando en el semanario satírico Hermano Lobo, el tristemente desaparecido diario Madrid y finalmente El País, la imparable transición, pero también sus perros y el abismo de la ludopatía del que finalmente se salvó. Todo eso y mucho más cabe en este maravilloso libro de doscientas páginas.
Ya en su prólogo nos anuncia lo que vendrá en los capítulos siguientes, asegurando que la vida es como un violín, que sólo tiene cuatro cuerdas: naces, creces, te reproduces y mueres. Difícil encontrar mejor metáfora para definir la existencia de cada uno de nosotros que armonizando literatura y música, aunque el resultado final evoque con fuerza las artes plásticas, pintura y escultura, sobre todo. Es, no hay que dudarlo, el testamento de un gran escritor y periodista que está a punto de hacer el mutis. Al final de ese prólogo, Vicent, sin nostalgia ni moralina, se ratifica en todo lo escrito con una frase contundente y lapidaria: he llegado al final del viaje.