Carlos del Pozo

La vida en una página

Hacerse viejo

edad

El año pasado cumplí sesenta años y hasta hace relativamente poco tiempo no había reparado en que esa era la frontera que marcaba el comienzo de la vejez. Cuando tenía veinte, o treinta, simplemente no pensaba que algún día cumpliría sesenta. Pero desde hace unos años -sobre todo cuando cumplí cincuenta-, esa losa de las seis décadas comenzó a indicarme que uno ya estaba en la última etapa de su vida.
Antes de eso hubo anuncios o atisbos de esa nueva condición. Creo que comencé a hacerme viejo cuando en el metro, yendo de pie, los jóvenes se aprestaron a cederme sus asientos. Hay una mala percepción entre mucha gente -gente adulta, se entiende-, acerca de los jóvenes: irresponsables, insolidarios, maleducados. Yo no puedo admitirlo porque, ya digo, en el metro o en el autobús son muchos los que ceden los asientos a gente mayor, y además lo hacen plenamente convencidos de ello. El único consuelo que me queda ahora es el de las embarazadas; si veo alguna me lanzo a cederles el asiento, aunque una de ellas, que debía estar de siete u ocho meses, rechazó en una ocasión el ofrecimiento alegando que lo más probable es que yo lo necesitara más que ella. Vaya chasco.
Otra cuestión de interés es cómo se denomina esta etapa en la que acabo de ingresar y a las personas que lo hemos hecho. Antes el término viejo era el que definía esa edad y a las personas que la ostentaban. Luego se pasó a lo de la tercera edad, que me parece una soberana tontería, como si la vida solo contara con tres edades nada más, privando a muchos de vivir una cuarta y englobando en las dos primeras demasiados años de vida de la gente. Recientemente, las residencias de ancianos se han convertido en centros de mayores, del mismo modo que -aunque no tenga nada que ver- hace unos años se transformó a los porteros de las casas en empleados de finca urbana. Alguien llamó hace tiempo a eso la perversión del lenguaje, y si nos da miedo, pudor o vergüenza llamar viejo a lo viejo, apaga y vámonos. Viejo es, dicho de una persona viva según el diccionario de la RAE, alguien de edad avanzada.
El otro día paseaba por los alrededores de mi urbanización como hago cada tarde. En el ecuador del paseo me crucé con un joven y un niño, seguramente su hijo. Comenzaba a oscurecer. El padre debía tener unos treinta y cinco años y el crío, que iba montando una pequeña bicicleta, no más de cinco. Cuando llegaron a mi altura, el chaval frenó su bici y blandió una sonrisa sincera a la que rápidamente siguió un gesto que mezclaba el asombro y la decepción. El padre estaba hablando por su teléfono móvil e interrumpió su conversación para devolverme las buenas tardes que yo había pronunciado. Cuando se alejaron a unos metros, el crío, a media voz y seguramente refiriéndose a mí, le dijo a su padre:
- Pensaba que era el abuelo.
Y el padre, riendo, respondió:
- No, hijo, no era el abuelo.
Una prueba más del umbral sin retorno que uno ha atravesado desde hace unos meses.