Carlos del Pozo

La vida en una página

Querida Conchita

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Pocos artistas hay en nuestra escena como Concha Velasco que resuman con envidiable minuciosidad la evolución de la sociedad española en el último siglo. Protagonista de películas banales del desarrollismo durante los años sesenta, de comedias de destape y dramas de calidad durante los setenta, ya en las últimas décadas del pasado siglo se produce su consagración con excelentes interpretaciones de teatro y personajes inolvidables a las órdenes de los mejores directores del cine español. Eso sin olvidar sus trabajos para la televisión, entre los que destacan numerosas obras de teatro para el espacio Estudio 1 y, sobre todo, la serie Teresa de Jesús dirigida por Josefina Molina, uno de sus papeles más recordados.
La primera vez que vi una película suya fue en un cine de Marín, con mis padres y mi hermano. La película era Las que tienen que servir, una comedia del añorado José María Forqué que Conchita -porque entonces aún era Conchita- protagonizó con un elenco de grandes intérpretes: Lina Morgan, Alfredo Landa, Manolo Gómez Bur, Álvaro de Luna, Amparo Soler Leal, José Sazatornil o Laura Valenzuela. Mujeres la mayoría de ellas muy hermosas, aunque a mí quien me impactó fue Conchita, con sus ojos de un brillo espectacular, su lunar en la mejilla y su simpatía a raudales.
Aun reconociendo que era una actriz polifacética -cantaba y bailaba de maravilla; no en vano empezó de vicetiple en la compañía de Celia Gámez-, lo que más me interesa de su legado es un puñado de películas que protagonizó en los estertores del franquismo y ya con la democracia consolidada. Dos de ellas bajo la batuta de Pedro Olea, Tormento (1974) y Pim, pam, pum, fuego (1975), esta última mi preferida, junto a un inconmensurable Fernán-Gómez y un jovencísimo Josep Maria Flotats. Pero también La colmena, de Mario Camus, La hora bruja, de Armiñán, Esquilache de Josefina Molina o la última película de Berlanga, París-Tombuctú, con su célebre desnudo que provocó que el director valenciano asegurara que tenía las tetas más bonitas de todo el cine español.
La primera novela que publiqué, con apenas veintitrés años, se titulaba Querida Conchita. Era una larga carta de admiración de un fan incondicional a una célebre actriz llamada Conchita Peñalva. Detrás de este nombre estaba Conchita Velasco. Mi padre -a quien dediqué el libro- me había contado que la Velasco tenía un abuelo en Osorno, el pueblo de mis abuelos maternos y mis tíos, y donde mi padre acudió a la escuela. Mi padre recordaba a una niña pizpireta de coletas y cabellos brunos rondando por las calles del pueblo, y a mí se me ocurrió la historia aquella que creo que era previsible y muy inocente, pero que al cabo fueron las primeras letras mías que vi impresas.
Por eso tal vez me duela especialmente la muerte de la actriz hace unas semanas.