Carlos del Pozo

La vida en una página

La Rambla en el corazón

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Estábamos en el ecuador de nuestras vacaciones familiares en la India cuando mi hijo recibió un mensaje en su móvil enviado por una amiga de Barcelona: acababa de producirse un atentado en la Rambla. Una furgoneta había atropellado a docenas de personas a su zigzagueante marcha por una de las señas de identidad de la ciudad, por su paseo tal vez más universal. Las noticias en esos momentos resultaban confusas, y a partir de entonces los móviles de mis hijos se llenaron de mensajes que mezclaban el desaliento y la incertidumbre a partes iguales. Corrimos a las habitaciones del hotel y pulsamos los canales de televisión de la BBC, la CNN y Al Jazeera.
Nunca había visto hasta entonces a mis hijos tan nerviosos y asustados como esa noche. Los adolescentes suelen ser gente indiferente a todo, despreocupada, inmersos en un mundo interior que suelen colocar siempre al margen del mundo que ocupamos sus adultos. Pero en esos momentos les vi tremendamente vulnerables. Su madre y yo no hacíamos más que pedirles sosiego, aunque ellos nos replicaban que resultaba imposible estar tranquilo si, unas horas después del atentado, no se tenían noticias de algunos amigos de sus respectivas pandillas. Por una vez abandonaban la habitual arrogancia de adolescentes indómitos y se instalaban en una debilidad que les hacía irreconocibles. Temían por la ciudad donde nacieron y a la que acuden cada día para estudiar en su Universidad, y temían también por sus amigos, que forman parte indisoluble de sus vidas y de su ciudad. Finalmente y para fortuna de todos, esos amigos sobrevivieron al atentado, aunque algunos de ellos estuvieran esa misma tarde cerca del lugar de los hechos y alguno más reconociese haber estado paseando por la Rambla a la misma hora en la víspera.
Durante quince años estuve trabajando muy cerca de allí y rara era la semana que, en el lapsus del café administrativo, no me acercaba a la Boquería, o a dar un paseo por la calle Hospital o la del Carme. Siempre había en aquellos paseos un color, un matiz de sol fugaz o algún sonido que no dejaba de sorprenderme porque, como las cosas auténticas, la Rambla de cada día no se parece nada a la de la jornada anterior. Había semanas en que paseaba por ella a diario sorteando turistas y bicicletas, y ya formaban parte de mi vida los mimos que a uno y otro lado esperaban inmóviles las propinas de los paseantes.
En no pocas ocasiones me llegué a sentir extranjero de la ciudad que me acoge para trabajar desde hace un cuarto de siglo, y es que muy a menudo es complicado encontrar entre los habitantes efímeros de la Rambla -floristas, mimos y quiosqueros al margen- a gentes de nuestro país. Más de una vez pensé que se habían apropiado de algo muy nuestro, de ese paseo interminable que contempla tantas historias a lo largo de los años y desemboca en el mar como colofón a un largo suspiro. Pero me equivocaba: la Rambla pertenece a los ojos de todo aquel que la contempla, venga de donde venga y hable el idioma que hable. Nos pertenece a todos. A todos menos a esos fanáticos que han intentado cercenar un símbolo de la libertad y la concordia, y que a la postre no han logrado otra cosa que hacerlo más grande.