Carlos del Pozo

La vida en una página

Carteles

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Siempre me han llamado la atención esos carteles escritos a mano -últimamente ya en ordenador- y pegados a las puertas de los más variados negocios dando cuenta de alguna desgracia o acontecimiento que quiebran el devenir cotidiano del establecimiento. En un reciente viaje al interior de la provincia de Castellón pude contemplar en la puerta de entrada de una carnicería donde se decía CERRADO POR BAJAS MÉDICAS. Se constataba así la desgracia de todos los trabajadores del negocio aquejados de diferentes enfermedades, como un equipo de fútbol que salta al campo diezmado. Así, estaba más que justificado el cierre.
Siempre me ha gustado anotar los carteles que he ido contemplando por esos mundos de Dios. Por ejemplo, aquél que rezaba: CERRADO POR VIAJE, en el que el autor, entre paréntesis aclaraba: NO ES DE PLACER, VOY CON MI MUJER, y finalmente aclaraba la fecha de su regreso. A saber lo que pensaría la mujer de él. O ese otro que decía: EL ASCENSOR SOLO SUBE AL SEGUNDO PISO SIN PASAR POR EL PRIMERO. A todos se nos hubiese ocurrido lo que a un vecino de ese portal, que debajo pegó otro cartel asegurando: ESO ES IMPOSIBLE.
Los hay curiosos por ser de Perogrullo: AVISO: SE SOLICITA TRABAJADOR/A PARA TRABAJAR. O sea, que se abstengan los vagos. Otros abordan la preocupante fuga de cerebros a otros países, y junto a unas escaleras mecánicas del Metro que llevan un mes sin funcionar se preguntan: ¿CUÁNTOS INGENIEROS TIENEN QUE VOLVER DE ALEMANIA PARA QUE ARREGLEN LAS ESCALERAS? O ese otro que había sobre un estante de publicidad de bombones Ferrero-Rocher en un supermercado: SEÑORES CLIENTES, ABSTENGANSE DE ARRANCAR LAS BOLAS PORQUE NO SON BOMBONES SINO BOLAS DE POLISPAN. Incluso el muy primitivo que obraba a la entrada de un parque: QUEDA TOTALMENTE PROHIBIDO TIRAR BASURA O CADÁVERES.
Quizá el que siempre recuerdo, por su originalidad e imaginación, es el que había en la caseta de entrada de un chiringuito en la playa de Mataró. Yo había comido allí muchos fines de semana con los compañeros de trabajo, y tengo un recuerdo grato de esas comidas: buenos arroces, excelentes mariscos y notables pescados componían la carta, género que se disfrutaba con el mar a unos metros en días soleados. Cuando cada día aparcaba el coche en lo que ahora es el puerto de esa ciudad para coger el tren que me llevaba a mi trabajo en Barcelona, siempre pasaba a unos metros del chiringuito. No tenía nombre: unos le llamaban el azul -la caseta, las sillas y las mesas eran de ese color- y otros el Alberto, que así se llamaba su dueño. Cuando pasaba con mi coche por allí delante de regreso del trabajo, bajaba la ventanilla para que me llegaran los aromas de los sofritos y las fritangas. Durante varias semanas lo vi cerrado, pero pensé que la clausura se debía a que estaban de vacaciones. Claro que ya habían transcurrido demasiadas semanas. Así que me aproximé con el coche y pude ver un papel pegado a la puerta de entrada que decía CERRADO POR DISPUTAS FAMILIARES.