Carlos del Pozo

La vida en una página

Los ochenta son nuestros

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Julio Iglesias acaba de cumplir ochenta años. Para casi todos, nuestro cantante más internacional. Para mí, añado, el cantante más importante de la historia de la música ligera española. Y aquí contaré algo que no he contado nunca, porque un escritor, a pesar de nutrirse de la ficción -de esa verdad de las mentiras de la que hablaba Vargas Llosa-, también tiene derecho a confesarse. Y es lo que pienso hacer.
Desde bien pequeño, yo sabía que Julio Iglesias era el cantante preferido de mi madre. Eso lo comprobamos mi hermano y yo cuando Julio representó a España en el Festival de Eurovisión en 1970, celebrado en Ámsterdam, defendiendo una balada escrita por él mismo y titulada Gwendoline. Yo tenía entonces seis años y mi hermano cinco, y a mí ese tipo no sólo me caía fatal, sino que no me gustaba nada cómo cantaba: lo veía ridículo, melifluo y sus canciones me resultaban ajenas. En las imágenes previas a su actuación, Julio aparece en su ciudad natal, Madrid; ahí se le ve en la Plaza de España, en la Cibeles -saludando a un policía municipal-, la Plaza Mayor y el estadio Santiago Bernabéu. En el coliseo madridista Iglesias le pega un puntapié a un balón y luego hace malabares con él con la punta de su dedo índice. Julio sonríe a la cámara con una musiquilla de fondo, y entonces mi madre exclama: Mirad, ha dicho: Yo, del Madrid. Pero lo cierto es que el cantante solo abrió la boca para mostrar su dentífrica dentadura y no dijo nada. He vuelto a ver ese video por YouTube.
En verdad, en nuestra casa la única seguidora del Real Madrid era mi madre. Mi padre era del Atleti, aunque muchas veces reconoció que él, en realidad, era anti madridista, que es lo que suelen ser los atléticos. Mi hermano era del Athletic de Bilbao dada su admiración por Iríbar, y yo era del Español porque allí jugaba un tipo calvo llamado José María que era mi ídolo. Con el tiempo mi hermano se haría del Madrid por culpa de Carlos Santillana, el mejor rematador de cabeza que ha conocido el equipo de Concha Espina, y yo también, algo después, me hice del Madrid gracias a José Antonio Camacho, un secador nato, todo pundonor y máximo representante del genoma Real Madrid. Eso no ocurrió hasta que yo cumplí diez años.
Luego conocí a una chica fantástica a la que le gustaba Julio Iglesias y me enamoré de la chica y de las canciones de Julio. Y hasta hoy. Tengo todos sus discos y los escucho con asiduidad, y le he visto crecer como artista regalándonos docenas de canciones percutidas con su inconfundible voz que tantos han imitado y ninguno ha conseguido acercarse al original. También en sus canciones hay algo de la verdad de las mentiras de que más arriba hablaba, porque nadie puede concebir un cantante que haga de sus desgracias y sus penas el principal material de su repertorio y, en cambio, sea tan rico, admirado y haya conquistado a tantas mujeres. Un día dijo que más de mil habían pasado por su cama.
Ahora cumple ocho décadas y tal vez ya no haya más discos de estudio suyos tras ese delicioso México. También es posible que por culpa de su espalda no le veamos actuar más. Pero quedan sus duetos con Frank Sinatra, Stevie Wonder, Sting o Diana Ross, entre otros muchos, y canciones que forman parte de la banda sonora de nuestras vidas, al menos de la mía. Lo que es una pena es que no haya vuelto a cantar Gwendoline ni la haya incluido es sus recopilatorios. Dicen que le recuerda a su primera novia, una princesa rusa muy bella que le robó el corazón cuando tenía veinte años. Y ahora conviene recordar que no siempre me gustaron sus canciones ni he sido toda la vida del Real Madrid, cosa que muchos suponen. Pero evocando ahora esa actuación de Eurovisión, sí puedo decir ahora eso de: Yo, del Madrid.