Carlos del Pozo

La vida en una página

Cien años de Gila

gila

El pasado mes de marzo se conmemoraba el centenario del nacimiento de Miguel Gila. Puede que las generaciones jóvenes de este país no sepan de quién estamos hablando, porque ciertamente vivimos en una sociedad que olvida pronto -en breve se cumplirán diecisiete años de su muerte-, pero lo que también ignorarán esas generaciones es que uno de los artefactos humorísticos más en boga hoy día y muy admirado por los más jóvenes, el monólogo, es un invento de Gila.
Miguel Gila vino al mundo en Madrid en 1919 pero, como él mismo reconocería en una de sus piezas más celebradas, cuando él nació su madre estaba en Toledo curándose un orzuelo. El humor absurdo, tremendista y estrambótico constituye el eje de toda su obra en las diferentes y variadas facetas que cultivó: escritor, dibujante, monologuista, poeta, actor. Y bebe de los clásicos que conformaron lo que se llamó la
Generación del 27 del humor, esto es, los Jardiel Poncela, Mihura, Neville, Tono y López Rubio, de los que yo creo que es como el hermano pequeño. A él debemos, en gran parte, el estreno de una obra grandiosa como Tres sombreros de copa, de su amigo Mihura, pues le dio una carta de recomendación al director Gustavo Pérez Puig para convencer a su autor de estrenarla. Esa obra, escrita veinte años antes, había dormido en el olvido porque nadie quiso representarla hasta que la fe de Miguel Gila y la tenacidad de Pérez Puig lo hicieron posible; hoy es lectura obligada de todos los programas de bachillerato y pregunta segura en las pruebas de Selectividad.
Con esas influencias, empero, nuestro hombre conforma un tipo de humor distinto e inimitable, un humor sin concesiones, social y pacifista, a lomos del que se paseó por los escenarios de España y Argentina -donde residió veinte años harto de la España franquista- con su boina y su palabra como exclusivos compañeros de viaje. Todo su repertorio es autobiográfico y en él subyacen siempre las dificultades e infortunios con que la posguerra castigó tanto a él como a su familia. Lo que resulta admirable es que uno pueda reírse de sus propias desdichas y, sobre todo, hacerlo sin una brizna de rencor hacia quienes le hicieron la puñeta. Algo que me hace pensar que, aunque sólo sea por eso, Miguel Gila era una buena persona.
La primera vez que supe de Gila fue por intermedio de un compañero de colegio cuyos padres tenían en su casa todas las radiocasetes grabadas por el humorista. Y no sólo me hicieron mucha gracia, sino que me asombró y hasta maravilló lo que ese compañero de clase con nombre de emperador romano disfrutaba con ellas. Las había escuchado cientos de veces, en los viajes en coche con sus padres, en su pueblo -era de un pueblo de Segovia-, o en casa, pero cada vez que ponía cintas como la de la operación de riñón o la de la guerra, una enorme risotada invadía su ánimo y, al acabar la audición, él mismo repetía las frases más destacadas de cada monólogo seguidas de una gran carcajada. Sólo recordar la felicidad de aquél muchacho al escuchar a Gila hace que valga la pena hoy el recuerdo del humorista.
Que todo monologuista de hoy día que se precie de tal tenga muy en cuenta que en el principio, como el verbo, fue Miguel Gila, y que después vinieron otros para hacer reír y hacer pensar a los demás a través de las palabras aderezadas con la pimienta del humor.