Carlos del Pozo

La vida en una página

Otoño en Valencia hacia 2019

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Estoy en Valencia el último sábado de septiembre. Hace mucho calor; parece que estemos a mediados de junio y no en vísperas de octubre. Por el centro de la ciudad pululan centenares de turistas luciendo pieles rosáceas y armando un pacífico alboroto. Ya no es como antes, que septiembre era un mes estupendo para irse de vacaciones porque no hacía tanto calor y apenas había gente en los sitios que estaban a rebosar en julio y agosto. Ahora la gente veranea durante todo el año y en cualquier época hay gente en cualquier sitio. Los paraísos perdidos han dejado de existir.
Valencia es una ciudad que nunca me llamó demasiado la atención. La recuerdo de niño, cuando tardábamos horas en atravesarla con el 600 de mi padre camino de Gandía, y ha de decirse que siempre me resultó algo antipática. En los últimos años, con la Ciudad de las Artes y las Ciencias, el Oceanográfico y demás mejoró mucho, pero creo que le perjudica la comparación con otras ciudades españolas, no sé, Madrid, Barcelona, Cáceres, Sevilla, las capitales castellanas. Sin embargo hoy la vi muy hermosa, llena de luz y de amor, como en el pasodoble del Maestro Padilla, con magníficas librerías y preciosas mujeres surcando la calle Xátiva, la de la Ribera, la Plaza del Ayuntamiento, Marqués del Turia. Con las terrazas al aire libre exhalando el suave aroma del sofrito de la paella y la frescura del
esgarraet. O con el sol despeñándose desde las alturas sobre la fachada de la Catedral, sobre toda la Plaza de la Virgen o en el Mercado Central. Y lo mejor: nunca parecía que fuese otoño cuando ya hacía días que indudablemente lo era.
El motivo de la visita era la reunión de nuestra promoción, que celebraba su treinta aniversario. Hace treinta años nos denominábamos
Secretarios Judiciales y desde hace algún tiempo se nos conoce como Letrados de la Administración de Justicia. Pese al cambio de nombre, casi nadie sigue sin saber en qué consistimos. Los quince años de la hornada se celebraron en Madrid y los veinticinco en León. Ahora, las tres décadas se conmemoran en la ciudad de la horchata y del equipo de fútbol con un murciélago en su escudo.
Estas reuniones creo que sirven, sin intención de ello, para certificar en todos el devastador transcurso del tiempo. Muchos ni nos reconocíamos, seguramente por haber pasado tanto tiempo desde que nos vimos la última vez; algunos, treinta años, desde que dejamos la Escuela Judicial. Entonces hablábamos de futuro, de destinos, de aprendizaje y sobre todo de incertidumbre, y hoy hemos hablado de hijos adolescentes y ya no tan adolescentes, de vidas acomodadas y hasta tediosas, de jubilaciones en un horizonte cada vez más cercano. También comprobamos que estábamos vivos, y eso a veces es lo único que cuenta.

Asimismo pudimos acreditar, titulares como hemos sido estas tres décadas de la fe pública judicial, que el momento nos sorprendía en el otoño de nuestras vidas. El otoño es una estación triste llena de melancolía que anuncia un, si no inminente, sí un irremediable final de todo a medio plazo. Puede que lo único bueno que nos haya deparado el funesto cambio climático sea eso: recibirnos en el otoño de nuestros días en una maravillosa ciudad llena de luz y de color. Y mejor, desde luego, seguir caminando bajo la luminosidad que a oscuras. Más que nada por aquello de poder atisbar con garantías el horizonte.