Carlos del Pozo

La vida en una página

Esa cosa de los carnavales

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El recuerdo más remoto que tengo de los carnavales me devuelve mi más lejana infancia, en la casa del número veintidós de la calle Sagasta donde vivían mis abuelos, en pleno corazón del viejo Chamberí. En ese edificio, cuya portería regentaba mi abuelo, había una vecina llamada Doña Felisa, al parecer muy pudiente ella, que cada sábado de Carnaval organizaba en su casa un baile de disfraces. Yo entonces no sabía que Franco había prohibido los carnavales, por paganos y anticlericales, pero siempre cuento que viviendo el dictador yo, al menos en un par de ocasiones, asistí a esa celebración laica tan en boga desde hace cuatro décadas.
Recuerdo que subíamos mi hermano y yo a casa de doña Felisa y había allí grandes bandejas de canapés, bocadillos, sándwiches y refrescos, chicos y chicas de buenas familias concienzudamente disfrazados, y también que a los cuatro o cinco que no íbamos disfrazados nos llevaban a una habitación aislada de la casa a jugar con globos para, tal vez, no desentonar del conjunto. Sólo nos juntaban con los vástagos de las clases dominantes cuando proyectaban en una gran pantalla blanca del enorme salón películas de Charlot y Harold Lloyd. Recuerdo durante esas proyecciones cómo los ojos se me iban tras el perfil en penumbra de una niña de mi edad disfrazada de Blancanieves, con la cara maquillada de tonos albinos y los ojos verdes. Seguramente se trata de la primera vez que me enamoré.
Con la democracia se recuperó el carnaval, y en ello tuvieron mucha culpa los políticos, sobre todo socialistas y comunistas. Mayormente comunistas, que tras los primeros pactos municipales de izquierda ocuparon masivamente las concejalías de cultura. Por entonces lo más progresista que había era defender y promocionar esta fiesta, y por entonces hubiese resultado políticamente muy poco correcto proclamar que es una fiesta aburrida, fatua y a la que uno nunca le ha encontrado la gracia, que es lo que he pensado siempre, aunque hasta ahora no me haya atrevido a reconocerlo. Y ya que me voy animando añadiré que también es una celebración en la que se deslizan algunos estigmas bastante machistas, y me explico: en carnaval cumplen un sueño largamente amasado muchos hombres que en esos días, sin temor a la censura o el ridículo, se disfrazan de mujer. Es otra cosa a la que uno tampoco le ha encontrado nunca la gracia.
Lo de disfrazarse no es cosa que uno critique ni vea mal, aunque pienso que cada día nos disfrazamos sin darnos cuenta y muy habitualmente nos mostramos ante nuestros semejantes siendo lo que no somos, fingiendo ser otros. A mí los disfraces que me gustan son los audaces, los que rompen convencionalismos, los que escapan al tópico, y siempre me vienen a la imaginación dos ejemplos. El primero, el de esa Ariadna Gil disfrazada de soldado e intentando conquistar a un atribulado Jorge Sanz en
Belle Epoque, la película por la que le dieron el Oscar a Fernando Trueba. El segundo, el de un buen amigo, José Miguel García, de profesión magistrado, a quien no se le ocurrió mejor cosa que disfrazarse de ladrón, con su gorra y su antifaz, en los carnavales de un pequeño pueblo de Segovia donde ejercía su primer destino como juez.
Y es que la imaginación y el talento, por mucho que uno se disfrace, desengañémonos: no están al alcance de todos.